CAPÍTULO XIII
Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos
Mas apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente1, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento2, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar de una senda3 vieron venir hacia ellos hasta seis pastores vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa4. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano5. Venían con ellos asimesmo dos gentileshombres de a caballo, muy bien aderezados de camino6, con otros tres mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar se saludaron cortésmente y, preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro y, así, comenzaron a caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
—Paréceme, señor Vivaldo7, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas ansí del muerto pastor como de la pastora homicida.
—Así me lo parece a mí —respondió Vivaldo—, y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontradoI con aquellos pastores y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela8 y los amores de muchos que la recuestaban9, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
—La profesión de mi ejercicio10 no consiente ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso11, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas solo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos12.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y por averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo que quéII quería decir caballeros andantes.
—¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo13, que continuamente14 en nuestro romance castellano llamamos «el rey Artús», de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que por arte de encantamento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro15, a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo deste buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona16, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España17, de
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de BretañaIII vino,
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces de mano en mano18 fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos19, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días20 vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia21. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y, así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos22.
Por estas razones que dijo acabaron de enterarse los caminantes que era don Quijote falto de juicioIV y del género de locura que lo señoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de nuevo venían en conocimiento della23. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba, al llegarV a la sierra del entierro24 quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates, y, así, le dijo:
—Paréceme, señor caballeroVI andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para míVI que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
—Tan estrecha bien podía ser —respondió nuestro don Quijote—, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda25. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que poneVII en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra, pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden26, defendiéndolaVIII con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno27. Así que somos ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra y las a ellasIX tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajandoX, síguese que aquellos que la profesan tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso: solo quiero inferir, por lo que yo padezcoVI, que sin duda es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojosoVI, porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha mala ventura en el discurso de su vida; y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor28, y que si a los que a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.
—De ese parecer estoy yo —replicó el caminante—, pero una cosa entre otras muchas me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes, antes se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios29, cosa que me parece que huele algo a gentilidad30.
—Señor —respondió don Quijote—, eso no puede ser menos en ninguna manera31, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese32, que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante que al acometer algún gran hecho de armas tuviese su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende, y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra33.
—Con todo eso —replicó el caminante—, me queda un escrúpulo34, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos y tomarXI una buena pieza del campo35, y luego, sin más ni más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene también36, que, a no tenerse a las crines del suyo37, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados38.
—Eso no puede ser —respondió don Quijote—: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores39; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón40.
—Con todo eso —dijo el caminante—, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
—Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la mano41. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero42.
—Luego si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado —dijo el caminante—, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico43, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama44, que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote y dijo:
—Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la sirvo45. Solo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide46, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas47: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos48, sus cejas arcos del cielo49, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlasXII, y no compararlas50.
—El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber —replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
—No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia, Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón, Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla, Alencastros, Pallas y Meneses de PortugalXIII, 51; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos52. Y no se me replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:
Nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba53.
—Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo54 —respondió el caminante—, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha55, puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
—¡Como eso no habrá llegado56! —replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. Solo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés57. Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos.
Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo:
—Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.
Por estoXIV se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo, y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura, a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente, y luego don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellasXV vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestidoXVI como pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposiciónXVII gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto miraban como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio58. Hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:
—MiráXVIII bien, Ambrosio, si es este el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréisXIX que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.
—Este es —respondió Ambrosio—, que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido59.
Y volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo60:
—Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad61, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado62; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte63 en la mitad de la carreraXX de su vida64, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes65, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
—De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos —dijo Vivaldo— que su mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno AugustoXXI César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado66. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido, que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto; antes haced, dando la vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida, de la cual lamentable historia se puede sacar cuántoXXII haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone67. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo y que en este lugar había de ser enterrado, y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio!, a lo menos, yo te lo suplico de mi parte, que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos.
Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
—Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasarXXIII los que quedan es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título Canción desesperada68. Oyólo Ambrosio, y dijo:
—Ese es el último papel que escribió el desdichado; y porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído, que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura69.
—Eso haré yo de muy buena gana —dijo Vivaldo.
Y como todos los circunstantesXXIV tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda, y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
CAPÍTULO XIIIII
Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos1
CANCIÓN DE GRISÓSTOMOII, 2
Ya que quieres, crüel, que se publique
de lengua en lengua y de una en otra gente3
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi vozIII tuerza.
Y al par de mi deseoIV, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento4,
y en él mezcladasV, 5, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son6, sino al ruïdo
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzosoVI desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugirVII del león, del lobo fiero
el temeroso aullido7, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladroVIII de algún monstruo8, el agorero
graznar de la corneja9, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable10;
del ya vencido toro11 el implacableIX
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentibleX arrullarXI, 12; el triste canto
del envidiado búho13, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla14,
salgan con la doliente ánima fuera15,
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
puesXII la pena cruel que en mí se halla
para cantallaXIII pide nuevos modos16.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas17,
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecosXIV,
con muerta lengua y con palabras vivas18,
o ya en escuros valles o en esquivas
playas19, desnudas de contratoXV humano20,
oXVI adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimentaXVII el libioXVIII llano21.
Que puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncosXIX de mi mal inciertos
suenenXX con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados22,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia23,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte...
En todo hay ciertaXXI, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de lasXXII sospechas que me tienen muerto,
y en el olvido en quien mi fuegoXXIII avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza24,
ni yoXXIV, desesperado, la procuro,
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante25,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpiaXXV verdad vuelta en mentira?
¡Oh en el reino de amor fieros tiranos
celos!, ponedme un hierro en estas manos.
DameXXVI, desdén, una torcida soga26.
Mas, ¡ay de mí!, que con crüel vitoria
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin, y porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida27,
pertinaz estaré en mi fantasía28.
Diré que va acertado el que bien quiere29,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antiguaXXVII tiranía30.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que suXXVIII olvido de mi culpaXXIX nace31,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opinión y un duro lazo32,
acelerandoXXX el miserable plazo
a que me han conducido susXXXI desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro oXXXII palma de futuros bienes33.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerzaXXXIII a que la haga
a la cansada vida que aborrezco34,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga
de cómo alegre a tu rigor me ofrezco,
si por dicha conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos35
en mi muerte se turbeXXXIV, no lo hagas:
que no quiero que en nadaXXXV satisfagas
al darteXXXVI de mi alma los despojos;
antes con risa en la ocasión funesta
descubre que el finXXXVII mío fue tu fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte destoXXXVIII,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan prestoXXXIX.
VengaXL, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el pesoXLI terrible de su canto;
Ticio traigaXLII su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga36,
ni las hermanas que trabajan tanto37,
y todos juntos su mortalXLIII quebranto38
trasladen en mi pecho, y en voz baja
—si ya a un desesperado son debidas--
canten obsequias tristes39, doloridas,
al cuerpo, a quien se niegue aunXLIV la mortaja;
y el portero infernal deXLV los tres rostros40,
con otras mil quimeras y mil monstrosXLVI,
lleven el doloroso contrapunto41,
que otra pompa mejor no me parece
que la merece unXLVII amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha aumentaXLVIII su ventura,
aun en la sepultura no estés tristeXLIX.
Bien les pareció a los que escuchado habían la canción de Grisóstomo, puesto que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Marcela42. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientosL de su amigo:
—Para que, señor, os satisfagáis desaLI duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien élLII se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros43; y como al enamorado ausente no hay cosa que no le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela, la cualLIII, fuera de ser cruel, y un poco arrogante, y un mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerleLIV falta alguna.
—Así es la verdad —respondió Vivaldo.
Y queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión —que tal parecía ella— que improvisamente se les ofreció a los ojos44; y fue que por cima de la peña donde se cavaba la sepultura pareció la pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto45. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado le dijo:
—¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!46, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida47? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición? ¿O a ver desde esa altura, como otro despiadadoLV Nero, el incendio de su abrasada Roma48? ¿O a pisar arrogante este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre TarquinoLVI, 49? Dinos presto a lo que vienes o qué es aquello de que más gustas, que, por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
—No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho —respondió Marcela--50, sino a volver por mí mismaLVII y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y, así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura51, y por el amor que me mostráis decís y aun queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable52; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama53. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir «Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque sea feo». Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras54, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosurasLVIII enamoran: que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar, porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso55. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que tal cual es el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampocoLIX yo merezco ser reprehendida por ser hermosa56, que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda57, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornosLX del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso58. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al almaLXI más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por solo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos59: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos60. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado algunaLXII a Grisóstomo, ni a otro alguno el finLXIII de ninguno dellos61, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos62 y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino63? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto64. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespéreseLXIV aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíeseLXV el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es escusado65. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere a ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata no me sirva; el que desconocida, no me conozca66; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición, y no gusto de sujetarme67; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a este ni solicito aquelLXVI; ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretieneLXVII. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera68.
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba69, dejando admirados tanto de su discreción como de su hermosura a todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas e inteligibles voces dijo:
—Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía70. Ella ha mostrado con claras y suficientesLXVIII razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes; a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer con un epitafio que había de decir desta manera:
Yace aquí de un amador
elLXIX mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrataLXX,
con quien su imperio dilata
la tiranía de amor71.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla72, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced73, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despejadoLXXI todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinación74, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio; mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parteLXXII, 75.
Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos
Mas apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente1, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento2, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar de una senda3 vieron venir hacia ellos hasta seis pastores vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa4. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano5. Venían con ellos asimesmo dos gentileshombres de a caballo, muy bien aderezados de camino6, con otros tres mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar se saludaron cortésmente y, preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro y, así, comenzaron a caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
—Paréceme, señor Vivaldo7, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas ansí del muerto pastor como de la pastora homicida.
—Así me lo parece a mí —respondió Vivaldo—, y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontradoI con aquellos pastores y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela8 y los amores de muchos que la recuestaban9, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
—La profesión de mi ejercicio10 no consiente ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso11, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas solo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos12.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y por averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo que quéII quería decir caballeros andantes.
—¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo13, que continuamente14 en nuestro romance castellano llamamos «el rey Artús», de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que por arte de encantamento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro15, a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo deste buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona16, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España17, de
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de BretañaIII vino,
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces de mano en mano18 fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos19, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días20 vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia21. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y, así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos22.
Por estas razones que dijo acabaron de enterarse los caminantes que era don Quijote falto de juicioIV y del género de locura que lo señoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de nuevo venían en conocimiento della23. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba, al llegarV a la sierra del entierro24 quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates, y, así, le dijo:
—Paréceme, señor caballeroVI andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para míVI que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
—Tan estrecha bien podía ser —respondió nuestro don Quijote—, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda25. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que poneVII en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra, pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden26, defendiéndolaVIII con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno27. Así que somos ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra y las a ellasIX tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajandoX, síguese que aquellos que la profesan tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso: solo quiero inferir, por lo que yo padezcoVI, que sin duda es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojosoVI, porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha mala ventura en el discurso de su vida; y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor28, y que si a los que a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.
—De ese parecer estoy yo —replicó el caminante—, pero una cosa entre otras muchas me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes, antes se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios29, cosa que me parece que huele algo a gentilidad30.
—Señor —respondió don Quijote—, eso no puede ser menos en ninguna manera31, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese32, que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante que al acometer algún gran hecho de armas tuviese su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende, y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra33.
—Con todo eso —replicó el caminante—, me queda un escrúpulo34, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos y tomarXI una buena pieza del campo35, y luego, sin más ni más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene también36, que, a no tenerse a las crines del suyo37, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados38.
—Eso no puede ser —respondió don Quijote—: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores39; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón40.
—Con todo eso —dijo el caminante—, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
—Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la mano41. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero42.
—Luego si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado —dijo el caminante—, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico43, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama44, que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote y dijo:
—Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la sirvo45. Solo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide46, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas47: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos48, sus cejas arcos del cielo49, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlasXII, y no compararlas50.
—El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber —replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
—No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia, Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón, Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla, Alencastros, Pallas y Meneses de PortugalXIII, 51; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos52. Y no se me replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:
Nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba53.
—Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo54 —respondió el caminante—, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha55, puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
—¡Como eso no habrá llegado56! —replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. Solo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés57. Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos.
Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo:
—Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.
Por estoXIV se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo, y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura, a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente, y luego don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellasXV vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestidoXVI como pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposiciónXVII gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto miraban como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio58. Hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:
—MiráXVIII bien, Ambrosio, si es este el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréisXIX que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.
—Este es —respondió Ambrosio—, que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido59.
Y volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo60:
—Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad61, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado62; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte63 en la mitad de la carreraXX de su vida64, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes65, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
—De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos —dijo Vivaldo— que su mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno AugustoXXI César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado66. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido, que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto; antes haced, dando la vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida, de la cual lamentable historia se puede sacar cuántoXXII haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone67. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo y que en este lugar había de ser enterrado, y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio!, a lo menos, yo te lo suplico de mi parte, que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos.
Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
—Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasarXXIII los que quedan es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título Canción desesperada68. Oyólo Ambrosio, y dijo:
—Ese es el último papel que escribió el desdichado; y porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído, que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura69.
—Eso haré yo de muy buena gana —dijo Vivaldo.
Y como todos los circunstantesXXIV tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda, y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
CAPÍTULO XIIIII
Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos1
CANCIÓN DE GRISÓSTOMOII, 2
Ya que quieres, crüel, que se publique
de lengua en lengua y de una en otra gente3
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi vozIII tuerza.
Y al par de mi deseoIV, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento4,
y en él mezcladasV, 5, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son6, sino al ruïdo
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzosoVI desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugirVII del león, del lobo fiero
el temeroso aullido7, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladroVIII de algún monstruo8, el agorero
graznar de la corneja9, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable10;
del ya vencido toro11 el implacableIX
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentibleX arrullarXI, 12; el triste canto
del envidiado búho13, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla14,
salgan con la doliente ánima fuera15,
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
puesXII la pena cruel que en mí se halla
para cantallaXIII pide nuevos modos16.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas17,
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecosXIV,
con muerta lengua y con palabras vivas18,
o ya en escuros valles o en esquivas
playas19, desnudas de contratoXV humano20,
oXVI adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimentaXVII el libioXVIII llano21.
Que puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncosXIX de mi mal inciertos
suenenXX con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados22,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia23,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte...
En todo hay ciertaXXI, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de lasXXII sospechas que me tienen muerto,
y en el olvido en quien mi fuegoXXIII avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza24,
ni yoXXIV, desesperado, la procuro,
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante25,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpiaXXV verdad vuelta en mentira?
¡Oh en el reino de amor fieros tiranos
celos!, ponedme un hierro en estas manos.
DameXXVI, desdén, una torcida soga26.
Mas, ¡ay de mí!, que con crüel vitoria
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin, y porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida27,
pertinaz estaré en mi fantasía28.
Diré que va acertado el que bien quiere29,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antiguaXXVII tiranía30.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que suXXVIII olvido de mi culpaXXIX nace31,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opinión y un duro lazo32,
acelerandoXXX el miserable plazo
a que me han conducido susXXXI desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro oXXXII palma de futuros bienes33.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerzaXXXIII a que la haga
a la cansada vida que aborrezco34,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga
de cómo alegre a tu rigor me ofrezco,
si por dicha conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos35
en mi muerte se turbeXXXIV, no lo hagas:
que no quiero que en nadaXXXV satisfagas
al darteXXXVI de mi alma los despojos;
antes con risa en la ocasión funesta
descubre que el finXXXVII mío fue tu fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte destoXXXVIII,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan prestoXXXIX.
VengaXL, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el pesoXLI terrible de su canto;
Ticio traigaXLII su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga36,
ni las hermanas que trabajan tanto37,
y todos juntos su mortalXLIII quebranto38
trasladen en mi pecho, y en voz baja
—si ya a un desesperado son debidas--
canten obsequias tristes39, doloridas,
al cuerpo, a quien se niegue aunXLIV la mortaja;
y el portero infernal deXLV los tres rostros40,
con otras mil quimeras y mil monstrosXLVI,
lleven el doloroso contrapunto41,
que otra pompa mejor no me parece
que la merece unXLVII amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha aumentaXLVIII su ventura,
aun en la sepultura no estés tristeXLIX.
Bien les pareció a los que escuchado habían la canción de Grisóstomo, puesto que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Marcela42. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientosL de su amigo:
—Para que, señor, os satisfagáis desaLI duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien élLII se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros43; y como al enamorado ausente no hay cosa que no le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela, la cualLIII, fuera de ser cruel, y un poco arrogante, y un mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerleLIV falta alguna.
—Así es la verdad —respondió Vivaldo.
Y queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión —que tal parecía ella— que improvisamente se les ofreció a los ojos44; y fue que por cima de la peña donde se cavaba la sepultura pareció la pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto45. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado le dijo:
—¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!46, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida47? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición? ¿O a ver desde esa altura, como otro despiadadoLV Nero, el incendio de su abrasada Roma48? ¿O a pisar arrogante este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre TarquinoLVI, 49? Dinos presto a lo que vienes o qué es aquello de que más gustas, que, por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
—No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho —respondió Marcela--50, sino a volver por mí mismaLVII y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y, así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura51, y por el amor que me mostráis decís y aun queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable52; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama53. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir «Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque sea feo». Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras54, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosurasLVIII enamoran: que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar, porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso55. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que tal cual es el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampocoLIX yo merezco ser reprehendida por ser hermosa56, que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda57, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornosLX del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso58. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al almaLXI más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por solo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos59: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos60. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado algunaLXII a Grisóstomo, ni a otro alguno el finLXIII de ninguno dellos61, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos62 y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino63? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto64. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespéreseLXIV aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíeseLXV el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es escusado65. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere a ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata no me sirva; el que desconocida, no me conozca66; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición, y no gusto de sujetarme67; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a este ni solicito aquelLXVI; ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretieneLXVII. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera68.
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba69, dejando admirados tanto de su discreción como de su hermosura a todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas e inteligibles voces dijo:
—Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía70. Ella ha mostrado con claras y suficientesLXVIII razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes; a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer con un epitafio que había de decir desta manera:
Yace aquí de un amador
elLXIX mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrataLXX,
con quien su imperio dilata
la tiranía de amor71.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla72, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced73, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despejadoLXXI todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinación74, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio; mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parteLXXII, 75.
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