CAPÍTULO VI
Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
El cual aún todavía dormía1. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados2, y otros pequeños; y, así como el ama los vio3, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo4, y dijo:
—Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de lasI que les queremos dar echándolos del mundo5.
Causó risa al licenciado la simplicidad del amaII, 6 y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego7.
—No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojallosIII por las ventanas al patio y hacer un rimero dellos8 y pegarles fuego; y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo9.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello10 sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula11, y dijo el cura:
—Parece cosa de misterio esta12, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y, así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin escusa alguna condenar al fuego.
—No, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejorIVde todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
—Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
—Es —dijo el barbero— Las sergas de Esplandián13, hijo legítimo de Amadís de Gaula14.
—Pues en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
—Adelante —dijo el cura.
—Este que viene —dijo el barbero— es Amadís de Grecia15, y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.
—Pues vayan todos al corral —dijo el cura—, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor DarinelV, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaréVI con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
—De ese parecer soy yo —dijo el barbero.
—Y aun yo —añadió la sobrina.
—Pues así es —dijo el ama—, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por la ventana abajo.
—¿Quién es ese tonel16? —dijo el cura.
—Este es —respondió el barbero— Don Olivante de Laura17.
—El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo que compuso a JardínVIIde flores18, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral, por disparatado y arrogante.
—Este que se sigue es FlorismarteVIII de Hircania19 —dijo el barbero.
—¿Ahí está el señor Florismarte? —replicó el cura—. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y soñadasIX aventuras, que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con él, y con esotro, señora ama.
—Que me place, señor mío —respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.
—Este es El caballero Platir20 —dijo el barbero.
—Antiguo libro es ese —dijo el cura—, y no hallo en él cosa que merezca venia21. Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz22.
—Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir «tras la cruz está el diablo»23. Vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
—Este es Espejo de caballerías24.
—Ya conozco a su merced —dijo el cura—. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco25, y los Doce Pares, con el verdadero historiador Turpín26, y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo27, de donde también tejió su tela28 el cristiano poeta Ludovico Ariosto29; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya30, no le guardaré respeto alguno, pero, si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza31.
—Pues yo le tengo en italiano —dijo el barbero—, mas no le entiendo.
—Ni aun fueraX bien que vos le entendiérades32 —respondió el cura—; y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano, que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia33 se echen y depositen en un pozo seco34, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí35, y a otro llamado Roncesvalles36; que estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro vio que eraPalmerín de Oliva37, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Ingalaterra38; lo cual visto por el licenciado, dijo:
—Esa oliva se haga luego rajas y se queme39, que aun no queden della las cenizas, y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para elloXI otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Dario40, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno; y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio41; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata42, perezcan.
—No, señor compadre —replicó el barbero—, que este que aquí tengo es el afamado Don Belianís43.
—Pues ese —replicó el cura—, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya44, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras impertinencias de más importancia45, para lo cual se les da término ultramarino46, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno47.
—Que me place —respondió el barbero.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandóXII al ama que tomase todos los grandes48 y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela49, por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía Historia del famoso caballero Tirante el Blanco50.
—¡Válame Dios51 —dijo el cura, dando una gran voz—, que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de TiranteXIII hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero52. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estasXIVcosas de que todos los demás libros deste género carecen53. Con todo eso, os digo que merecía el que leXV compuso, pues no hizoXVI tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida54. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.
—Así será —respondió el barbero—, pero ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?
—Estos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno vio que era La Diana de Jorge de Montemayor55, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:
—Estos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimientoXVII sin perjuicio de tercero56.
—¡Ay, señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor57 y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza58.
—Verdad dice esta doncella —dijo el cura—, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión delanteXVIII. Y pues comenzamos por La Dianade Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de laXIX agua encantada59, y casi todos los versos mayores60, y quédesele enhorabuena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.
—Este que se sigue —dijo el barbero— es La Diana llamada segunda del Salmantino61; y este, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo62.
—Pues la del Salmantino —respondió el cura— acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa, que se va haciendo tarde.
—Este libro es —dijo el barbero abriendo otro— Los diez libros de Fortuna de amorXX, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo63.
—Por las órdenes que recebí —dijo el cura— que desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo64, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia65.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
—Estos que se siguen son El pastor de Iberia, Ninfas de Henares yDesengaños de celos66.
—Pues no hay más que hacer —dijo el cura—, sino entregarlos al brazo seglar del ama67, y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.
—Este que viene es El pastor de Fílida68.
—No es ése pastor —dijo el cura—, sino muy discreto cortesano: guárdese como joya preciosa.
—Este grande que aquí viene se intitula —dijo el barbero— Tesoro de varias poesías69.
—Como ellas no fueran tantas —dijo el cura—, fueran más estimadas: menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
—Este es —siguió el barbero— el Cancionero de López Maldonado70.
—También el autor de ese libro —replicó el cura— es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho; guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?
--La Galatea de Miguel de Cervantes71 —dijo el barbero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete: quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega72; y entre tanto que estoXXI se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
—Que me place —respondió el barbero—. Y aquí vienen tres todos juntos: La AraucanaXXII de don Alonso de ErcillaXXIII, 73, La Austríada de Juan Rufo, jurado de Córdoba74, y El MonserratoXXIV de Cristóbal de Virués, poeta valenciano75.
—Todos esos tres libros —dijo el cura— son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos76, y pueden competir con los más famosos de Italia; guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros, y así, a carga cerrada77, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamabaLas lágrimas de Angélica78.
—Lloráralas yo —dijo el cura en oyendo el nombre— si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no solo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de Ovidio79.
Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
El cual aún todavía dormía1. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados2, y otros pequeños; y, así como el ama los vio3, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo4, y dijo:
—Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de lasI que les queremos dar echándolos del mundo5.
Causó risa al licenciado la simplicidad del amaII, 6 y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego7.
—No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojallosIII por las ventanas al patio y hacer un rimero dellos8 y pegarles fuego; y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo9.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello10 sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula11, y dijo el cura:
—Parece cosa de misterio esta12, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y, así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin escusa alguna condenar al fuego.
—No, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejorIVde todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
—Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
—Es —dijo el barbero— Las sergas de Esplandián13, hijo legítimo de Amadís de Gaula14.
—Pues en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
—Adelante —dijo el cura.
—Este que viene —dijo el barbero— es Amadís de Grecia15, y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.
—Pues vayan todos al corral —dijo el cura—, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor DarinelV, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaréVI con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
—De ese parecer soy yo —dijo el barbero.
—Y aun yo —añadió la sobrina.
—Pues así es —dijo el ama—, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por la ventana abajo.
—¿Quién es ese tonel16? —dijo el cura.
—Este es —respondió el barbero— Don Olivante de Laura17.
—El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo que compuso a JardínVIIde flores18, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral, por disparatado y arrogante.
—Este que se sigue es FlorismarteVIII de Hircania19 —dijo el barbero.
—¿Ahí está el señor Florismarte? —replicó el cura—. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y soñadasIX aventuras, que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con él, y con esotro, señora ama.
—Que me place, señor mío —respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.
—Este es El caballero Platir20 —dijo el barbero.
—Antiguo libro es ese —dijo el cura—, y no hallo en él cosa que merezca venia21. Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz22.
—Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir «tras la cruz está el diablo»23. Vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
—Este es Espejo de caballerías24.
—Ya conozco a su merced —dijo el cura—. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco25, y los Doce Pares, con el verdadero historiador Turpín26, y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo27, de donde también tejió su tela28 el cristiano poeta Ludovico Ariosto29; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya30, no le guardaré respeto alguno, pero, si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza31.
—Pues yo le tengo en italiano —dijo el barbero—, mas no le entiendo.
—Ni aun fueraX bien que vos le entendiérades32 —respondió el cura—; y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano, que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia33 se echen y depositen en un pozo seco34, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí35, y a otro llamado Roncesvalles36; que estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro vio que eraPalmerín de Oliva37, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Ingalaterra38; lo cual visto por el licenciado, dijo:
—Esa oliva se haga luego rajas y se queme39, que aun no queden della las cenizas, y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para elloXI otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Dario40, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno; y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio41; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata42, perezcan.
—No, señor compadre —replicó el barbero—, que este que aquí tengo es el afamado Don Belianís43.
—Pues ese —replicó el cura—, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya44, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras impertinencias de más importancia45, para lo cual se les da término ultramarino46, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno47.
—Que me place —respondió el barbero.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandóXII al ama que tomase todos los grandes48 y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela49, por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía Historia del famoso caballero Tirante el Blanco50.
—¡Válame Dios51 —dijo el cura, dando una gran voz—, que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de TiranteXIII hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero52. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estasXIVcosas de que todos los demás libros deste género carecen53. Con todo eso, os digo que merecía el que leXV compuso, pues no hizoXVI tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida54. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.
—Así será —respondió el barbero—, pero ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?
—Estos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno vio que era La Diana de Jorge de Montemayor55, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:
—Estos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimientoXVII sin perjuicio de tercero56.
—¡Ay, señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor57 y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza58.
—Verdad dice esta doncella —dijo el cura—, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión delanteXVIII. Y pues comenzamos por La Dianade Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de laXIX agua encantada59, y casi todos los versos mayores60, y quédesele enhorabuena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.
—Este que se sigue —dijo el barbero— es La Diana llamada segunda del Salmantino61; y este, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo62.
—Pues la del Salmantino —respondió el cura— acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa, que se va haciendo tarde.
—Este libro es —dijo el barbero abriendo otro— Los diez libros de Fortuna de amorXX, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo63.
—Por las órdenes que recebí —dijo el cura— que desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo64, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia65.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
—Estos que se siguen son El pastor de Iberia, Ninfas de Henares yDesengaños de celos66.
—Pues no hay más que hacer —dijo el cura—, sino entregarlos al brazo seglar del ama67, y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.
—Este que viene es El pastor de Fílida68.
—No es ése pastor —dijo el cura—, sino muy discreto cortesano: guárdese como joya preciosa.
—Este grande que aquí viene se intitula —dijo el barbero— Tesoro de varias poesías69.
—Como ellas no fueran tantas —dijo el cura—, fueran más estimadas: menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
—Este es —siguió el barbero— el Cancionero de López Maldonado70.
—También el autor de ese libro —replicó el cura— es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho; guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?
--La Galatea de Miguel de Cervantes71 —dijo el barbero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete: quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega72; y entre tanto que estoXXI se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
—Que me place —respondió el barbero—. Y aquí vienen tres todos juntos: La AraucanaXXII de don Alonso de ErcillaXXIII, 73, La Austríada de Juan Rufo, jurado de Córdoba74, y El MonserratoXXIV de Cristóbal de Virués, poeta valenciano75.
—Todos esos tres libros —dijo el cura— son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos76, y pueden competir con los más famosos de Italia; guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros, y así, a carga cerrada77, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamabaLas lágrimas de Angélica78.
—Lloráralas yo —dijo el cura en oyendo el nombre— si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no solo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de Ovidio79.
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